Samuel Beckett sigue en pie
Se cumplen 25 años de la muerte de una de las voces más singulares del teatro y la novela del siglo XX. Nobel en 1969, sus temas hablan del hombre moderno en la soledad o el peso del pasado
Mi admiración por Samuel Beckett, de cuya muerte se cumplen hoy 25 años, crece a cada nueva zambullida en su mundo. Vuelvo a leerle y pienso en un gran pájaro, con alas de albatros y pico de quebrantahuesos, sobrevolando todos los tópicos vertidos sobre su obra. ¿Beckett, nihilista? Se ha dicho demasiadas veces y sigo sin creerlo. Pienso más bien en un Beckett realista, un Beckett combativo, un Beckett optimista. Siempre me llamó la atención una frase suya, escrita durante la Ocupación: “Prefiero vivir en una Francia en lucha que en la Irlanda neutral”. Beckett combativo: pocos saben que militó en la Resistencia, por cuyas acciones (a las que quitaba importancia, calificándolas de “cosas de boy scout”) obtuvo la Cruz de Guerra. El gran misántropo era también, al decir de quienes le conocieron, un hombre “infinitamente amable y bondadoso”. Harold Pinter contaba, conmovido, una historia que vivió con él a comienzos de los años sesenta: en su casa, la noche de su primer encuentro, Beckett se levantó y recorrió varias farmacias de París a las cinco de la mañana hasta conseguir algo de bicarbonato con el que paliar la feroz indigestión de su invitado.
En Primer amor, un relato escrito en 1946, cuyo despojamiento formal y humor negrísimo anticipan la trilogía de Molloy, Malone muere y El innombrable, podrían rastrearse, quizás, las profundas cicatrices de un hombre anterior: el joven Beckett (Dublín, 1906-París, 1989) que se considera “muerto y sin sentimientos” tras su ruptura con Lucia Joyce, y que pasa dos años de tratamiento en la clínica Tavistock a raíz de la muerte de su padre.
Beckett realista: “Las mujeres dan a luz a caballo de una tumba, el día resplandece un instante y en seguida vuelve la noche”, dice Pozzo. Beckett optimista: “Winnie no se suicida y puede hacerlo”, decía Giorgio Strehler cuando dirigió Días felices. “En el primer acto tiene una pistola en la mano, pero nadie se ha suicidado nunca en una obra de Beckett”. Winnie, hermana de Molly Bloom, rebosa humor, humor pragmático como una forma de resistencia. Suena el timbre, y esa mujer enterrada hasta el cuello abre los ojos como una actriz a la que vuelven a llamar a escena: “Canta, Winnie”, se dice, “canta tu canción”. Esperando a Godot hace pensar en un grupo de cómicos obligados a representar una obra, sin saber por qué, en un viejo teatro abandonado. Fin de partida evoca las figuras de dos reyes que han quedado solos, en el centro del tablero, y optan por seguir realizando pequeños movimientos.
En la nada más absoluta siempre queda algo, “algo que sigue abriéndose camino hacia alguna parte”, llámese carcoma, palabra o narración. Hay en sus protagonistas, escribí, una tendencia natural hacia la narración, hacia el humor verbal y fantasioso, y sobre todo hacia la impavidez estoica de quien conoce las verdades de la vida y su alternancia de horror y belleza. Pese a todo, parece decirnos Beckett, siempre puede surgir un inesperado rebrote en el árbol seco: debemos seguir moviéndonos aunque no vayamos a ninguna parte, debemos seguir jugando aunque todos hayan mostrado ya sus cartas. De gesto en gesto, de palabra en palabra, los protagonistas de su obra trazan un nombre secreto en la arena: salvación, aquí y ahora. No veo absurdo en Beckett. Nos habla de necesidades esenciales: comer, dormir, buscar compañía, buscar la manera de pasar la noche.
En la segunda parte de Esperando a Godot todo recomienza para peor, como un infierno circular: Pozzo se ha quedado ciego, Lucky se ha vuelto mudo. Vladimir dice: “Tenemos tiempo para envejecer. “El aire está lleno de nuestros gritos, pero el hábito es un gran calmante”.
También se ha dicho que hay mucha soledad en su teatro, pero lo cierto es que abundan las parejas. En Esperando a Godot tenemos a Vladimir y Estragon, a Pozzo y a Luzky (y a Vladimir y Estragon jugando a ser Pozzo y Lucky). En Fin de partida están Hamm y Clov, y Nagg y Nell. En Días felices, Winnie y Willie. Willie, su esposo, apenas habla, pero a Winnie le basta con saber que está ahí, que sigue vivo. Incluso Krapp, que está solo, escucha a su yo antiguo, grabado en La última cinta.
“Llegará un día”, dice Winnie, “en el que tendré que aprender a hablar sola”. Premonitorias palabras, porque en sus últimos años Beckett escribe monólogos cada vez más breves, más despojados y más amargos (Not I, That Time, A piece of monologue, Rockaby) siempre girando en torno a los mismos temas: soledad, vacío, locura, pérdida, muerte, memoria rota, peso del pasado. Voces solitarias y flotantes, que caen en el vacío como un fluido oscuro. Es un Beckett que ya ha recibido el Nobel (cuyo dinero rechazó), al que todos consideran un clásico incontestable, pero que sigue escribiendo, “moviéndose en alguna dirección” como cualquiera de sus personajes, para no quedarse quieto, inmóvil en el pedestal; un Beckett que prefiere, como dice después de haber terminado Not I, “work standing still prior to lying down”, seguir en pie, trabajando, en vez de tenderse, de dejarse abatir.
Beckett: más que un autor, una región
Nació en Irlanda pero adoptó el francés como su lengua literaria
Hay muchos Beckett en Beckett, por eso casi mejor hablar de una región. Porque ahí dentro caben todos: los extraños y un poco petulantes, los perdidos y desamparados, los animosos, los provocadores, los que hacen todo lo posible por resultar sensatos y previsores, los que pasan angustias y los que están radiantes. “Pero prefería atenerme a mi simple creencia, la que me decía, Molloy, tu región es muy extensa, nunca has salido de ella y nunca saldrás”, dice uno de sus personajes. Y en uno de sus textos breves, Sin,da una idea del lugar donde está, su sitio, el mundo: “Gris ceniza alrededor tierra cielo confundidos lejanía sin fin”. Las precisiones podrían ser aún mayores, pero tampoco importa tanto. Ésa es la región de Beckett.
Nació en Dublín el 13 de abril de 1906, el segundo hijo de una pareja acomodada. Fue de joven un magnífico deportista: rugby, boxeo y, sobre todo, críquet; nadaba muy bien, jugaba al tenis y al golf, tuvo una moto. Estudió filología moderna y obtuvo, al terminar, una plaza para enseñar inglés en la École Normale Supérieure, París. Llegó en 1928 y se instalaría definitivamente allí a partir de 1937, adoptando el francés como su lengua literaria. Conoció a James Joyce, del que terminaría siendo un gran amigo y con el que rompió cuando no correspondió a los amores de su hija Lucia. En 1938 un proxeneta lo apuñaló y pudo haber muerto. El episodio le permitió conocer a Suzanne Deschevaux-Dumesnil, seis años mayor que él, la mujer más importante de su vida. Hubo otras, como la millonaria Peggy Guggenheim o Barbara Bray, traductora y editora de la BBC, a la que conoció a finales de los cincuenta.
Beckett fue un tipo complicado. Le gustaba mucho caminar, y se pasaba el tiempo quejándose de las más diferentes dolencias. Durante la Segunda Guerra Mundial estuvo en la Resistencia y luego, entre 1946 y 1950, escribió algunas de sus mayores obras: Mercier et Camier, Eleutheria, su gran trilogía (Molloy, Malone muere y El innombrable) y Esperando a Godot. En 1969, mientras viajaba con Suzanne por Túnez, supo que le habían concedido el Premio Nobel de Literatura, así que se encerró en un monasterio y desconectó el teléfono. La Academia se lo concedió “por su escritura, que, renovando las formas de la novela y el drama, adquiere su grandeza a partir de la indigencia moral del hombre moderno”. Murió en París, el 22 de diciembre de 1989.
De su obra se ha dicho que tiene un aire filosófico, y se le ha etiquetado como un cabal representante del teatro del absurdo. Pero todo eso es seguramente irrelevante. Importa más coger sus libros y entrar en su región. Y leer, por ejemplo: “Los patos puede que sean lo peor, verse de pronto pataleando y tropezando en medio de los patos, o de las gallinas, cualquier clase de volátil, hay pocas cosas peores”. He ahí Samuel Beckett.