Salman Rushdie, la eterna polémica
Fue durante más de una década el enemigo público del islam radical. Él solo pudo defenderse con sus obras
Uno de los narradores vivos más relevantes explica, durante un encuentro en Nueva York con el escritor mexicano Álvaro Enrigue, por qué no se rinde ante la intolerancia y el odio
Quién sabe qué razones tuvo Anis Khaliqi Dehlavi para cambiarse el nombre. Era un joven millonario de una familia de abolengo musulmán de Bombay y un estudioso serio del islam –aun si era militantemente ateo–. Antes de tener hijos, se llamó a sí mismo Anis Rushdie en honor de su filósofo preferido, Ibn Rushd, a quien los occidentales conocemos por la versión latinizada de su apelativo, dado que era cordobés: Averroes. El cambio de nombre resultó visionario, aunque el don profético de Anis no se manifestaría hasta la siguiente generación. Durante los 11 años que duró la fatwa que las autoridades iraníes impusieron sobre él, Salman Rushdie, el hijo de Anis, encarnó la defensa de los ideales seculares de la tolerancia y la libertad de expresión contra las definiciones solo religiosas del mundo.
Borges se preguntaba en El Golem si hay una rosa en las letras de la palabra “rosa”. ¿Está Salman en el apellido Rushdie? Como Ibn Rushd, el escritor inglés padeció una persecución desproporcionada por sostener una visión racionalista del mundo –Ibn Rushd fue traductor de Aristóteles–. Ambos fueron enclaustrados, ambos vieron arder sus libros en piras. Averroes recuperó la libertad en 1197 y dejó Al-Ándalus. Murió en el exilio en 1198. Salman Rushdie ha tenido mejor suerte; desde marzo de 2002 va libre y en paz por el mundo. Es un hombre alegre. Bastan unos minutos en su presencia para contagiarse del entusiasmo casi infantil con que ve las cosas.
Entrevisté a Salman Rushdie en la oficina de su agente, Andrew Wylie. Pudimos juntarnos para hablar durante los días de la canícula de la Costa Este de Estados Unidos, en los que hace tanto calor y la humedad es tal que altera la visión. Nueva York es, en esos días, un espejismo, en el peor sentido de la palabra: se ve toda como detrás de los humos de una turbina de avión.
Rushdie es un hombre de su generación. A pesar de la absoluta inclemencia del tiempo, llegó a la entrevista de camisa, saco y pantalones de lana –todo ligero, pero inaguantable en esos días–. Iba vestido con la formalidad con la que un escritor británico de su edad –68 años– habría asistido a una conversación pactada. Se quitó el sombrero y se sentó en el sillón principal de la sala en la que se han firmado los contratos más caros de la historia de la literatura. Fue hasta entonces cuando noté que los cimientos de su traje no correspondían al resto de su apariencia: llevaba unos zapatos tenis blancos masivos –tal vez la aportación de Nueva York a su look– y no traía calcetines. Es ahí abajo, en lo que está tan al principio que ya no lo vemos a menos que pongamos mucha atención, donde tal vez se defina todo. Rushdie parece lo que uno espera de él, pero de cerca está claro que no lo es. Me preguntó a qué equipo de béisbol sigo. Le dije que a los Orioles. “Entonces lamento informarte”, me dijo, “que somos rivales: soy fan de los Yankees”.
Antes necesitaba una arquitectura previa al concebir una novela. Lo que escribo hoy no responde a ningún plan general”
Cuando los personajes de Rushdie, –incluido Joseph Anton, el de sus memorias– recuerdan la India, tarde o temprano regresan al placer de jugar al críquet por la tarde en las calles de Bombay. Salió de su país de nacimiento a los 13 años, para acudir al colegio como interno en Inglaterra, y nunca volvió; estudió Historia en Cambridge, fue publicista en Londres, pertenece a una generación de escritores deslumbrante: Amis, Hitchens, Barnes, McEwan. Uno se puede esperar lo que sea de él, menos la más dulcemente gringa de todas las actividades: ver el béisbol todos los días, asistir al parque con frecuencia. “Adoro el béisbol”, dijo. “La experiencia del estadio es interesantísima, pero lo que de verdad me gusta es, al final de un día de trabajo, poner el juego de los Yankees y sentarme a verlo durante horas. Te descomprime, te vas quedando dormido, desenredándote”.
Es un hombre de estatura mediana, con el pelo ya muy ralo por la edad. Sus párpados caídos –son una condición, no un estado moral– lo ponen en situación de mirar con cierta distancia aun cuando está atentísimo a la conversación. No tarda nada en olvidarse de que es el autor en una entrevista para ponerse a platicar con soltura sobre esa cosa al final tan rara que es ser escritor: contar historias como profesión. “Es lo único que hago. Me despierto en la mañana, me siento y escribo durante el día. Veo a los amigos o el béisbol cuando termina mi jornada”. En Joseph Anton (2012), su autobiografía, Rushdie relata que, cuando era niño, su padre le contaba las fábulas e historias míticas de la vasta tradición literaria india. Y dice una cosa clave: que escuchándolas aprendió que las historias son de todos y están ahí para recomponerlas y contarlas como a uno le dé la gana.
Cuando conversamos le dije que Dos años, ocho meses y veintiocho noches, su nuevo libro que publica en España Seix Barral, no parecía producto de esas jornadas cartesianas que me describió. Es una novela muy novela, pero, como las Mil y una noches a las que se refiere su título, está compuesta por una serie de relatos fantásticos que rebotan, se atan y desatan, van y vuelven sin un orden convencional por el tiempo y la geografía. Lo pensó un poco y me dijo: “Es mi propia locura: lo que escribo no responde a ningún plan general. Cuando era más joven necesitaba una arquitectura bien trabajada antes de poder escribir una novela, porque si no me perdía. Ahora tengo unos personajes y unas ideas y los pongo en juego, veo adónde me llevan. Descubro el libro, en lugar de hacerlo antes de hacerlo”. La novela es, al mismo tiempo, una pieza de escritura literaria contemporánea, un libro de ciencia-ficción contado mil años después de los hechos que relata, y una colección de relatos sobre lo que sucedería si el mundo de los genios de Oriente se enconara contra la Nueva York de nuestro tiempo.
Rushdie se extiende hablando de las raíces de su método de trabajo con fruición infantil: “En India, las historias todavía son una versión de la historia. Hay contadores de historias que juntan a grandes cantidades de gente y cuentan cuentos de una manera muy poco convencional. Usualmente empiezan con una anécdota mitológica, que luego se conecta con un evento político contemporáneo, que radia hacia una historia personal, que puede llegar a transformarse en una cancioncita. No hay reglas. Cualquier cosa puede pasar en cualquier momento”.
Escuchándolo hablar entendí que en la manera de contar su nueva novela sí había un plan aunque no fuera evidente –es, al final, el británico con zapatillas de basquetbolista–. Lo que se despliega frente al lector es el cuento de la destrucción mítica de Nueva York, contada mil años después por uno de estos narradores. “Cuando hablamos del futuro”, me dijo, “hay una hermosa mezcla de lo que es sólido y lo que es líquido, así que pensé: si trato al presente como solemos tratar al futuro, nuestro presente adquiriría esa textura, sería nuestro presente y al mismo tiempo sería ficticio”.
Más adelante confirmó que no se ve a sí mismo como un escritor solo fantástico: “Kundera dice que la novela tiene dos padres: uno de ellos es la Clarissa de Samuel Richardson, y el otro, el Tristram Shandy de Laurence Stern. Yo vengo de dos tradiciones: las fábulas mágicas del Este, pero también fui un estudiante de Historia. Lo que me interesa es juntar ambos caminos”.
Dos años, ocho meses y veintiocho noches comienza en Lucena, en la España del siglo XI, donde Ibn Rushd, ya viejo, vive exiliado en una comunidad judía que se pretende conversa al islam. Ahí es visitado un día por una adolescente que se queda con él cumpliendo las funciones de ama de casa y amante.
Rushd era el epítome de la racionalidad en su tiempo, así que nunca se dio cuenta de que Dunia, la mujer con la tuvo decenas de hijos, era una yiniri, una genio. Mucho menos sospechó que, cuando 900 años más tarde comenzara la Era de la Extrañeza y los yinn malos y buenos regresaran al mundo, serán los descendientes mestizos del filósofo y Dunia los que podrán negociar la persistencia del mundo tal como lo conocemos. Uno de ellos, el señor Gerónimo, jardinero de Long Island, absolutamente ignorante no solo de que es descendiente de Averroes, sino de que es idéntico a él, es también la primera víctima del sentido del humor salvaje con que atacan los yinn: a partir de cierta mañana ya no puede hacer su trabajo porque ha sido abandonado por la gravedad. Camina, duerme y se sienta unos cinco milímetros por arriba de la superficie de contacto.
Hay mucho del propio Rushdie en el señor Gerónimo, obligado a lidiar con la intolerancia de los yinn; algo de esos zapatos tenis gigantes en la flotación de su personaje. “Mi vida”, dice, “siempre se ha caracterizado por el movimiento, he estado en muchos lugares. A veces envidio a esos escritores que han pasado toda su vida en un solo sitio y lo conocen magníficamente. Faulkner trabajó con un pedacito de terreno. Me interesan las cosas con raíces profundas, pero al final tienes que trabajar con lo que tienes, y lo que a mí me fue dado como artista es lo opuesto, una vida que ha sucedido aquí y allá. Parte en India, parte en Inglaterra, parte en Estados Unidos. Me ha dado otras posibilidades y las uso”.
Salman Rushdie es la celebridad literaria por excelencia: ha sido, tal vez, el escritor más famoso del mundo durante toda mi vida profesional, que, debido a esa movilidad de locos que invocó en nuestra conversación, lo ha rozado siempre. La primera fiesta literaria realmente glamurosa a la que fui invitado –una cena en casa de Carmen Boullosa, hace poco menos de veinte años, a la que asistió todo el radical chic de la Ciudad de México– lo tenía como invitado central. Por entonces todavía estaba protegido por un aparato de seguridad intimidante. En la fiesta, el escritor británico pasaba de grupo en grupo a la velocidad de un ángel. Yo, que probablemente nunca he hablado con un escritor extranjero, no me atreví a acercarme. Lo vi muchas veces después de esa primera, en distintas ciudades del mundo, y siempre me pareció que se movía demasiado rápido para atraparlo. O tiene un talento natural para desplazarse por el mundo como una celebridad, o ha pertenecido durante tanto tiempo a la camarilla mínima de los autores más famosos del mundo que ocupa los espacios centrales a los que es difícil acercarse con naturalidad porque siente que debe estar en ellos.
Mi vida se ha caracterizado por el movimiento. Envidio a los escritores que pasan toda su vida en un solo sitio y lo conocen magníficamente”
En el último Hay Festival de Xalapa lo vi leer una conferencia en un auditorio inmenso y repleto; lo vi en la cena del Consejo Británico, al mero centro de una mesa tan larga que ocupaba todo un patio del restorán. Luego, en el cóctel de la editorial mexicana Sexto Piso –siempre la fiesta más rumbosa–, estaba ocupando una mesa que hubiera sido apropiada para el señor Gerónimo: estaba tal vez un metro por arriba de todas las demás.
Cuando conversé con él en la oficina de Andrew Wylie, insistí solo en el tema de la movilidad. “Voy muchísimo a España”, me dijo. “Voy mucho. Es por eso que tantos paisajes de mis novelas están ahí. Son sitios en los que he estado en persona y en mis libros porque el periodo árabe de España ha sido siempre muy interesante para mí”. Carmen Boullosa recuerda haber viajado con él a Cholula y Oaxaca, haber visitado más sitios arqueológicos de los que se podría recordar. Él mismo me contó de una viaje a Tequila, Jalisco, que hizo con Carlos Fuentes. Entornó los ojos justo antes de arrancarse con la historia y prefirió guardársela: “Acabamos muy mal”. Conoce Nicaragua a la perfección, habla de Buenos Aires con familiaridad.
Aproveché el momento para preguntarle sobre su relación con la literatura latinoamericana: Carlos Fuentes está presentísimo en su Hijos de la media noche (1980); García Márquez es la figura totémica que respira debajo de la decisiva Los versos satánicos (1988) y la más reciente Dos años, ocho meses y veintiocho noches. “Una de las cosas que siento sobre Latinoamérica como lugar, pero también como casa literaria, es que tiene muchas similitudes con India”, dijo. “Ambas son regiones que padecieron un sistema colonial fuerte, en ambos casos una lengua europea se desarrolló de manera vigorosa, la religión es importantísima, tienen problemas políticos similares. Son regiones con diferencias abismales entre ricos y pobres, y la vida en la villa y la ciudad es diametralmente distinta. Recuerdo que cuando empecé a leer literatura latinoamericana tuve un shock de reconocimiento. Son mundos parecidos también en el hecho de que la literatura se mueve libremente por ambas regiones”.
En todas las ocasiones en que vi a Rushdie antes de poder hablar con él, me pareció un hombre potente, ubicuo, cinético, enganchado en lo que estaba haciendo con todo su vigor. Durante los años en que Rushdie fue el presidente del Festival de Voces del Mundo del PEN en Nueva York, este pasó de ser una reunión de lectores con curiosidad sobre las literaturas extranjeras a una maquinaria que detiene la ciudad una semana al año. Es además un hombre con un entrenamiento mediático perfecto. Cuando le pregunté cómo veía su condena a muerte a 15 años de su cancelación, me respondió con cortesía tan exquisita como tajante: “Una de las cosas buenas de escribir mis memorias fue quitarme al mono de encima: no tener que volver a hablar de esos años. Puse 600 páginas sobre la mesa: si alguien quiere hablar de eso, que vaya a esa ventanilla”. Sabe dirigir, perfecta y gentilmente, un conversación.
Hace unos meses lo vi esperando para cruzar la garita de entrada a Estados Unidos en el aeropuerto JFK. Estábamos ambos en la triste fila de residentes en el país que ameritan una segunda inspección. Son filas lentas y él no sabía quién era yo, así que lo pude estudiar con cierta impunidad. Ahí, solo y borroso, me pareció, por primera vez, un hombre ya mayor al que le pesaba seguir arrastrando una maletita escuálida y un blazer arrugado. Tal vez este perfil se empezó a cocinar ahí: era más viejo de lo que yo pensaba y estaba cansado, pero tenía una vida interior mucho más vasta que la de los pasajeros que lo rodeaban. No miraba al vacío. Murmuraba, hacía pequeños gestos. Claramente, estaba pensando, tal vez discutiendo con un interlocutor ausente.
Rushdie es un hombre que se ha pasado la vida dando guerra. Su crítica al Gobierno y figura de Indira Gandhi en Hijos de la media noche produjo una demanda por difamación de la primera ministra. Recientemente se enzarzó en una polémica brutal contra media República de las Letras neoyorquina, defendiendo un premio que la organización PEN les entregó a los supervivientes del ataque terrorista a Charlie Hebdo. Cuando a pocas horas de la fatwa con la que el ayatolá Jomeini reclamó su vida por considerar blasfemo un episodio de Los versos satánicos, su primera declaración en una entrevista televisada fue: “Ojalá hubiera escrito un libro mucho más crítico”.
Esa habilidad para meterse en problemas viene de una valentía cuando menos notable: habla de lo que le da la gana con una claridad supina, igual cuando se está refiriendo a la agenda política de los otros que cuando habla de su propio trabajo o el de sus colegas. En nuestra conversación me dijo al paso, por ejemplo, sobre Roberto Bolaño: “Fue muy majadero con García Márquez y fue muy grosero conmigo, así que estoy prejuiciado contra él”. La implicación de la frase era que no se iba a molestar en leerlo. Su crítica del otro autor de moda en nuestros días es mucho más ácida y divertida –hablábamos de la victoria absoluta del realismo en la literatura inglesa e hispana–. Dijo: “Todo está homogenizado. Estamos ante la victoria de Knausgård, esta autoficción que consiste en contar cómo lavas la ropa”.
Sospecho que Rushdie se ve a sí mismo como un sobreviviente, pero no por la obviedad de haber librado una fatwa particularmente encarnizada y persistente, sino por su devoción a un tipo de escritor más comprometido con la literatura que con el diseño de su propia persona, más diligente para opinar de asuntos políticos urgentes que para entregar un relato enano y exquisito, escritores con ambiciones extraordinarias. Un tipo de autores que tal vez ya no existan, o que salen tan caros que el aparato editorial global mejor se lo ahorra. Desde que la muerte se llevó a Günter Grass, Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez, Rushdie tal vez se sienta un poco solo –me pregunto si sería con sus fantasmas con los que discutía en JFK–. Habla de ellos y de Kundera con un respeto que no le concede a nadie más. Sus libros pueden gustar o no, pero no se puede decir de él que sea irrelevante.
“Cuando estaba creciendo, en Inglaterra”, dijo, “hubo un cambio de humor y mi generación se benefició de eso, de una urgencia por leer cosas nuevas. Durante 20 años fue así y de pronto algo pasó y volvimos al realismo más bobo”. A veces le brillan los ojos detrás de los párpados dormidos. Entonces habla el Rushdie más profundo, el del principio. No el historiador británico, ni el neoyorquino que ve el béisbol por las noches, sino el niño de Bombay que escuchaba, alucinado, las historias míticas que le contaba su padre: “Pero hay una cosa que he aprendido de la literatura”, concluyó, “y es que es cíclica”. Y se rio, como poseso de una picardía supernatural, prima hermana de la de los ángeles y genios que pueblan sus libros.
Cuando nos despedimos me preguntó con ansiedad notable por la traducción de su novela al castellano. Le dije que estaba muy bien, aunque era un libro difícil. Anotó, cerrándose los botones del saco como si afuera no hicieran 40 grados: “Lo raro es que, mientras más viejo, el momento de lanzamiento se vuelve más y más preocupante”. Insistí en que Javier Calvo, su nuevo traductor al español, había hecho un muy buen trabajo. Se puso el sombrero. “La traducción al inglés también es bastante buena”, respondió.
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